Madrid no sabe torear el miura de los festivales

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El Mad Cool cierra su primera edición con 34.000 asistentes por día y la promesa de volver

 


El Mad Cool ha superado sus expectativas congregando a un total de 105.000 asistentes, unos 35.000 por día, y promete una segunda edición pese a ciertos problemas evidentes que iremos analizando. Pero el cómputo general es bueno y parece que el festival que aspira a ser referencia en la capital ha debutado con un éxito importante, aunque a veces recordara a la franquicia del Rock in Rio, con un ambiente más familiar y menos malicioso.

La organización se lanza sin rubor al eclecticismo atrapalotodo para tratar de contentar a todos o de que al menos todos puedan tener un concierto para ver, tirando de talonario para acabar definiendo un cartel que, a pesar de su incoherencia o de su falta de personalidad, es irreprochable analizado por individualidades. Pero es que el Summercase sí presumía de personalidad y ya sabemos donde está hoy… Lo que hace pensar que Madrid es una plaza muy difícil de torear, ya sea por temas de aforo, por logística para las giras de los grupos o por cuestiones más políticas como son los horarios. El caso es que sobrevivir en la capital es todo un reto y triunfar de la manera en que lo ha venido a hacer el Mad Cool es del todo encomiable.

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El recinto es enorme, gigantesco, quizá más grande de lo que puede hacer pensar su cartel, por lo que las caminatas entre escenarios se hacen bastante pesadas. En un Primavera, en el que hay tantos escenarios y tantísima oferta, es normal que esto suceda, pero aquí se antoja exagerado. Igual que exagerada es la seguridad en los escenarios pequeños, los 3 que ocupaban el espacio de los pabellones cubiertos de la Caja Mágica. Se aplicaban a ellos unas leyes de aforamiento bastante rigurosas que dejaban ver calvas en la pista con cierre de puertas, y la apertura de un escenario como el 3 (Caja Mágica), bastante amplio pero cerrado, deslucía en conciertos de corte mediano. Una pena que se notó especialmente en el concierto de Flume, con un sonido regular que se perdía en el espacio vacío. Sí sonaron bien ahí Django Django o Bastille, por ejemplo, aunque me fuera pronto para ver a Die Antwoord. Los sudafricanos fueron de lo mejor del festival con un show completo en forma de performance totalmente cambiante y un sonido arrollador.

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El escenario 4 (Avalon), de cuyo intimismo se beneficiaron especialmente Manel el jueves y Nothing But Thieves y DIIV el sábado —los unos responsables del mejor disco debut de lo que va de año y presentándose como una revelación acojonante con la guinda de un directo cargado de agresividad y de talento, y los otros confirmados ya como la banda más personal y efectiva de dream-pop guitarrero del mundo y capaces de construir tanto los paisajes de seis cuerdas más oscuros y más tétricos como los más brillantes, alternándose entre las referencias a The Cure y al motorik y el kraut— estaba más pensado al caer la noche para los sets electrónicos. En este sentido, tuvo uno de sus grandes momentos con el concierto del jueves de Hercules & Love Affair, dividido en dos partes, una más techno y otra más disco, en la que sonó ese Blind que es ya legendario, y con una puesta en escena travestida que reivindicó la libertad sexual y recordó en todo momento a las víctimas de la matanza de Orlando. Un escenario a tener en cuenta para la próxima y que tendría que permitir una salida del festival más escalonada, sustituyéndose los cierres de los grandes conciertos de los escenarios principales por cierres más recogidos y que alarguen la noche, otro de los problemas destacables. Poner a tocar a Xoel López a la 1 de la madrugada del sábado o cerrar con Vetusta Morla, como ocurrió el jueves, no es muestra de una buena planificación.

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Los de Madrid, por su parte, volvieron a hacer lo de siempre, ser embajadores de la marca España y demostrar que son la banda con más proyección del país, como viene a demostrar esta minigira festivalera —que les llevará al NOS Alive— en la que epilogan La Deriva con un más de lo mismo escondido bajo la pinta de un setlist más directo y con una escenografía de luces más ambiciosa y expansiva. El sábado, por ejemplo, nos supo a poco el conciertazo de Capital Cities. Nos quedamos con ganas de más y nos fuimos demasiado pronto a casa —a acabar la fiesta en el Mondo de Cibeles, aunque esté mal que lo diga— después del despliegue disco-funk de los chicos de California. Tienen grandes temas, más allá de la apoteosis final de Safe And Sound’, como Tell Me How To Live’ o Kangaroo Court, y tocaron sus dos versiones clásicas, el Stayin’ Alive’ de los Bee-Gees que formó parte de la BSO de Dallas Buyer’s Club y el Nothing Compares 2 U’, esta vez homenajeando al recientemente fallecido Prince. Además, se marcaron otra del Holiday’ de Madonna.

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Antes de ellos, los últimos del festival, se subieron al escenario principal Two Door Cinema Club, que descargan su batería de éxitos desde el principio y con una cara más agresiva y solo atienden en un par de ocasiones a presentar su venidero tercer trabajo. Nadie puede discutir temas como ‘Sleep Alone’, Undercover Martyn’, I Can Talk’, Something Good Can Work’ o What You Know’ —con la que cerraron— aunque la banda haga aguas en cuanto a brillantez de sonido y se eche de menos que se entienda la guitarra.

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En cuanto a los grandes cabezas de cartel, ocurrió lo previsible. The Who están muy mayores y no se presentan con la solvencia en directo de otros contemporáneos como los Rolling Stones o Fleetwood Mac. Su set se basa en los hits, en esos clásicos que todos, grandes y pequeños, nos sabemos y que a veces parecen todos una reformulación de la misma canción. No es el momento ahora de juzgar una discografía a la que ya ha juzgado la historia, así que poder corear entre la masa ‘I Can’t Explain’, ‘Who Are you’ o ‘The Kids Are Allright’ tendría que ser suficiente regalo. Pete Townshend ya no solea con soltura, es cierto, pero con ‘My Generation’ todos rompimos las barreras temporales. No faltaron tampoco ‘Behind Blue Eyes’ o ‘5:15’, de mis favoritas personales. Con ‘Love, Reign O’er Me’ trató de reivindicarse Roger Daltrey, con la voz bastante cascada pero digna de un rockero en senectud —aunque pareciera sacado de CSI: Miami, la serie que, curiosamente, usa sus canciones de cabecera—, y con ‘Pinball Wizard’ disfrutamos de uno de los mejores chascarrillos de la noche: la gente gritaba, como Homer en el mítico concierto de los Who en la ficticia ciudad de Springfield, «Pinball Wizaaard!!!!».

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Cerraron con ‘Baba O’Riley’‘We Won’t Get Fooled Again’. Nada más que añadir, aunque Pete haya dejado de romper guitarras y Roger ya no lance micrófonos por los aires.

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Band Of Horses, desde el escenario 2 (Matusalem), le arrebataron la condición de estrella a unos Prodigy que ya huelen a carroña. Los viejos reyes del big y el break-beat ya no están para los trotes raveros de antaño, cuando Inglaterra vivía su segundo verano del amor y una rulita de éxtasis duraba toda la noche, y parecen, a día de hoy, incapaces de dar un concierto decente, en el que te tiemblen las piernas y te den ganas de bailar. Menos mal que los chicos de Ben Bridwell han alcanzado con Why Are You Ok? su versión más llenaestadios y ofrecen un concierto que va siempre hacia arriba y que se desgarra desde dentro y por los costados de unas guitarras explosivas. ‘Laredo’‘The Great Salt Lake’ son dos antiguas maravillas que no desentonan con ‘Solemn Oath’ ni hacen deslucir a ‘In A Drawer’, y ‘Ode To LRC’ ‘The Funeral’ sirven para hacerles alcanzar el nivel masivo que a veces se les escapa. Son sus hits en un concierto sin hits de una banda de hit. En esa deliciosa paradoja se desenvuelven Band Of Horses. Deliciosa de verdad.

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Pero lo mejor del festival fue, seguramente, Neil Young. NEIL YOUNG. Con mayúsculas. La historia de la música sí se arrodilla con facilidad ante este gigante con cojera y mirada perdida nacido en Toronto, Canadá. Neil Young, junto con Willie Nelson —su hijo comanda los Promise Of The Real de los que se acompaña Young, será casualidad—, representa a esa generación perdida que en los 60 se desgarraba entre poesía, estrofas, fuego, guitarra, ácidos, paz y marihuana. A esa generación golpeada que se armó de mástil y baqueta, que hizo sus armaduras con cuerdas de nylon y escribió su nombre con armónica al viento. Neil Young es el rock. Es un estado mental y una condición de vida, es un pacto con las entrañas de la naturaleza sellado con el humo de la pipa de la paz. Es la sencillez de un fuego milenario, de la esencia misma de la unidad y el bien común, del compartir. Bob Dylan y Patti Smith se han quedado sin fuerzas o no las exorcizan con tanta facilidad; los Rolling y Springsteen se han apartado de lo esencial; otros, la mayoría, no han sobrevivido salvo en su música. Y a todas horas resuenan sus ecos. En Arcade Fire, en PJ Harvey, en Sonic Youth, en Pearl Jam, en los Pixies y hasta en Nirvana —a Young se le llegó a considerar el «padrino del grunge«— reconocemos su influencia, la mecha de este gran incendio que es el rock. «People Rocking In The Free World», acabó gritando todo el MadCool en una comunión. Grandes y pequeños, todos, amaron a este ermitaño mastodóntico, y todos estuvieron, estuvimos, de acuerdo en que el rock and roll es una de las formas más bellas de salvar el mundo, de hacer de este mundo un lugar más libre, más justo. Viva el Rock and Roll.

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Hasta el año que viene, Mad Cool. Estaremos esperando.

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