Crónica: Cambio de órbita en el Mad Cool Festival

cronica mad cool 2018

La tercera edición del Mad Cool Festival vivió el despegue definitivo de la marca, que ya nunca más será igual… esperemos y para bien. Querrán tumbarlo pero no tendrán motivos: Mad Cool Festival 2018 terminó resultando un éxito rotundo de prácticamente todos los factores

El Mad Cool Festival lo tenía difícil ya de entrada. Muy difícil. Primero por la ambiciosa decisión de albergar 80.000 asistentes por jornada; segundo por tratar de superar las dudas que se despertaban desde diferentes sectores y ante las catástrofes de las dos primeras ediciones, los desastrosos accesos a los pabellones cerrados en 2016 y la muerte del acróbata Pedro Aunión en plena performance de 2017. Por estas razones y por algunas más relativas a una organización que se está ganando la fama de plutocrática y monetarista iba a estar especialmente vigilado, como así ha terminado siendo, generando expectación desde todo ámbito. Casi podría decirse que hay ganas de que el festival no termine asentándose en la capital porque su modo de aparecer, golpear y proceder pudiera haber despertado recelos e inquinas en una buena parte del público festivalero.

En cualquier caso, la tercera edición, como las dos anteriores, colgó con holgura el cartel de todo vendido y ha batido récords de asistencia, poniéndose solo en su tercer año por encima del todopoderoso Primavera Sound en términos absolutos. No olvidaremos la especie de guerra entre el titán de Barcelona y el Mad Cool que establecieron en sus conversaciones populares los festivaleros durante la época de confirmaciones, con el festival madrileño ganando atención internacional por un cartel de altura que llegaba a calificarse como el mejor de Europa por incluir una oferta en forma de oda al rock alternativo que incluía a Pearl Jam, a Jack White, a Depeche Mode, a Arctic Monkeys, a NIN y a QOTSA. Mitos históricos reunidos en una celebración del rock del cambio de milenio. No había tal guerra, como reconoció el propio Gabi Ruiz, director del PS, asegurando que había sido fundamental la colaboración entre ambos festivales (y el NOS Alive) para reducir el caché de los Arctic Monkeys y poder traerlos, pero las comparaciones, una vez dentro del Mad Cool 2018, parecían emerger de forma inevitable.

Y es que no hay en España un festival de este perfil que se acerque a cifras tan mareantes como los 80.000 asistentes que no sea el PS, toda vez que Arenal Sound o Rototom juegan con targets completamente diferentes. El problema es que comparar cualquier festival con el Primavera Sound es invitarle a jugar a la ruleta rusa con un revólver con todo el tambor cargado; cualquier festival que se mida al barcelonés podría acabar en este meme. No se trata, por tanto, de comparar el Mad Cool con nada, sino de asumir que, le pese a quien le pese, con sus acusaciones de dumping y de obsesión por el dinero, no hay nada en la península que se le parezca.

Un recinto gigantesco, preparado para albergar actuaciones de audiencias masivas como la de Pearl Jam o Arctic Monkeys, cuidado y, contra todo pronóstico y casi sobre la bocina, muy bien comunicado, con lanzaderas de autobús directas a Colón o Plaza de Castilla en modo non-stop hasta las 5:30 de la mañana y Línea 8 de Metro abierta ininterrumpidamente; buen sonido, excelente en muchas ocasiones (y, se me permita, acojonante en los dos escenarios principales); un gran cartel y a la postre tremendas actuaciones como la que pergeñaron Nine Inch Nails lo abalan y, aunque no consiguen tapar los agujeros evidentes de esta nueva edición que podríamos decir es la primera de una nueva historia en un festival que está quemando etapas a marchas forzadas, con el consiguiente riesgo que eso entraña, sí consiguen ponerlos al nivel de lo que podríamos considerar imprevistos naturales en la marcha normal de un festival tan grande. Si el Mad Cool está maldito (para quien crea en estas cosas), lo veremos en el futuro, porque es la única razón que puede explicar la relación con la organización que algunos tratan de buscar en el accidente de la madrugada del sábado de uno de los autobuses del festival en un puente de la M-11, únicamente ocupado por el conductor. Fue la alarma más reseñable, junto a las colas al sol, el colapso del túnel de entrada desde el Metro y los atascos de coches que no podían acceder al parking el jueves, al parecer todo por un fallo electrónico que también afectó a los datáfonos e impidió en algunos momentos pagar con tarjeta en las barras y que tampoco es culpa total del Mad Cool. Por nuestra parte, siempre recomendaremos ir a los festivales grandes pronto, como muy tarde a las 8, y siempre con algo de efectivo, tampoco hacen falta más de 50€, por lo que pudiera pasar.

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Lo que sí es culpa del Mad Cool es el asunto de Massive Attack. Y es que el dúo de Bristol debió haber firmado un contrato con ellos en el momento de la contratación, en el que el festival aceptaría las condiciones de Massive, por muy descabelladas o puntillosas que a cada cual puedan parecerle, y si en el momento de la verdad consideran que esas condiciones pactadas no se han cumplido, están en todo su derecho de no salir a tocar, como así ocurrió. Para ellos el sonido de Franz Ferdinand imposibilitaba su actuación, y de hecho se oía bien fuerte desde la carpa donde estaba programada la actuación de los padres del trip-hop. Mientras esto ocurría, la organización daba la callada por respuesta e intentaba negociar, sin dar noticias en un festival en el que además la cobertura brillaba por su ausencia. Yo decidí irme y cazar el tremendo final que estaban ofreciendo los galeses con ‘This Fire’, incendiando sin piedad el recinto mientras el público saltaba las vallas para acceder al sector frontal VIP, pero no fue hasta que terminó el concierto de los de Kapranos cuando el Mad Cool emitió por las pantallas de la carpa el anunció definitivo de la cancelación de Massive Attack. Al día siguiente, El País, medo oficial del festival, publicaba una entrevista bastante fea con el director de Mad Cool, Javier Arnáiz, que pretendía servir como excusa y descarga de responsabilidades y de la que el diario extraía como titular que “Massive Attack ya venían torcidos desde la mañana”. Por algo sería, y no hay que olvidar nunca que quizá sean los artistas la parte más importante de un festival, a la que más hay que cuidar. Más que al público, quizá, porque no olvidemos que al final son las bandas las que arrastran el público a los festivales. Y más en uno como este, masificado y sin las grandes comodidades de otras ofertas que pueden basarse más en el entorno o en la experiencia.

Respecto a Massive Attack, también es que tocaban en una carpa, un emplazamiento que para una banda tan consolidada, experimentada, deseada y (sobre todo) que se prodiga tan poco por aquí puede resultar bastante sorprendente. El escenario The Loop es enorme, de acuerdo, y tiene buena acústica, pero está limitado por su propia naturaleza, impidiendo escuchar desde fuera nada de lo que dentro sucedía de forma más o menos nítida, algo que no tiene demasiado sentido a la hora de programar bandas que van a arrastrar enormes cantidades de público. Un problema parecido se encontraron Justice, por ejemplo, que tenían apelotonadas dentro y en torno a la carpa solo unas pocas menos personas que Kasabian en el escenario Madrid Te Abraza. El problema no es The Loop, un escenario que dejó grandes actuaciones como la de Soffi Tukker, Paul Kalkbrenner, DJ Koze, Richie Hawtin o The Black Madonna y que por las tardes recordaba bastante al canal 3 del streaming de Coachella, sino programar allí solapes equilibrados que descompensan las actuaciones. Un problema que se podría solucionar con facilidad alargando la duración del festival hasta las 6 de la mañana en lugar de cerrar con puntualidad guiri (que se note que había un enorme porcentaje de ellos en el festival) a las 4:30, racionalizando mejor las sesiones de electrónica y repartiendo mejor las actuaciones por los escenarios. No puede ser que MGMT (el miércoles en La Riviera estuvieron entretenidos pero el sonido era lamentable; el jueves en el festival se oía bien pero el concierto fue soporífero y ni lo salvaron los hits de Oracular Spectacular) cierren desde el escenario principal en una jornada en la que Justice han tocado en la carpa solapándose con Kasabian.

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Otra de las pruebas que confirman el poco mimo a la hora de distribuir las actuaciones la tuve el viernes: mientras entre las 8 y las 10, entre toda la oferta disponible a lo largo de siete escenarios, nada me satisfacía (como público, por el mero hecho de disfrutar) y acababa recalando en casa, en el concierto de la infalible Núria Graham (conquistará cuanto quiera con esa voz de terciopelo, ese acento impecable y esa actitud serena y segura encima del escenario), en la siguiente franja, de 10 a 12, tenía tocando a la misma hora a Jack White, a Sampha y a Perfume Genius, todos artistas de los que disfruto. Luego no, yo no soy el target del Mad Cool, y tú a lo mejor tampoco… o a lo mejor es que el festival busca atrapar a cuantos desprevenidos pueda. Y esto es lo que peor regusto deja de esta edición: que parece que, igual que sí se corrigen miles de cosas, unas cambian y otras no, lo que permanece inamovible es el poco cariño que se respira en el ambiente. Algo subjetivo, pudiera ser, pero también hablábamos antes de supersticiones y maldiciones. Quizá el Mad Cool debiera empezar a mejorar en lo moral para permanecer, o al menos en ocultar mejor sus desmedidas ambiciones, las que marca la batuta de una súper corporación como Live Nation. Que también es lo que tiene. Es fundamental que el Mad Cool deje de parecer un circo y se centre en lo que de sobra puede ofrecer: una oferta musical devastadora, espectacular.

Porque más allá de esto, cosas que, repito, pueden estar dentro de los fallos razonables de cualquier edición de un macrofestival, el Mad Cool 2018 fue un éxito rotundo. Un éxito empresarial, evidentemente, pero lo que a nosotros más nos importa, un éxito musical.

Por sus siete escenarios desfilaron enormes artistas y pudimos ver brillantes conciertos, como el que dieron Eels al calor de la tarde del jueves, en un registro mucho más animado de lo que es costumbre, en relación con el sentimiento esperanzado que destila The Deconstruction, su último trabajo, y alejándose de la pose de crooner para abrazar una configuración de banda rockera que tiene mucho más en común con Wilco, o el de Underworld para cerrar en las antípodas el festival, un derroche de energía ravera que les devolvió al nivel de sus grandes noches y nos hizo perdonarles el pinchazo de la última visita al Primavera Sound.

Y dentro del enorme espectro que abarcan dos lugares comunes tan diferentes, cabían también la perfección rock de un Kevin Morby que mejora su espectáculo a marchas forzadas y que apunta a la primera división del rock de raíz americana (si no lo está ya); la sorpresa de Rag’n’bone Man, mucho más que ‘Human’ y muy sólido comandando con una mezcla de hip-hop, pop y folk-rock una banda espectacular; el salvajismo electrónico de The Bloody Beetroots, un hacha de guerra envenenada con hardcore y con metal, o la intimidad de Frankie Cosmos, magnificada para la ocasión y, como Eels, con una vibra más alegre y festivalera.

Quizá Fleet Foxes fueron los que menos supieron imprimir a su actuación ese espíritu festivalero que invita a la comunión, aunque su concierto terminara poniéndose por las nubes por la fuerza de lo buenos que son. Buceando por los pasajes de su disco de retorno, más reflexivos, densos y oscuros de los que les encumbraron en su primera venida, llegaron siempre con poca luz pero mucha calidad a los que son sus clásicos ya imperecederos: ‘White Winter Hymnal’, la climática ‘Helplessness Blues’ y el coro precioso de ‘Mykonos’.

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Pero estaba claro que el Mad Cool era un festival de grandes nombres, y que al final fueron estos los que se llevaron por delante esta tercera edición, situándola, en términos de calidad musical, a años luz de sus dos ediciones predecesoras. Es muy difícil ver fallar en directo a Queens Of The Stone Age pese a que ofrezcan lo de siempre con la contundencia de siempre, por ejemplo, y los fallos que pudo haber en este apartado quedaron sin duda eclipsados por actuaciones estelares. Depeche Mode no estuvieron finos y su concierto fue quizás el más descafeinado de todos los de altura, con un sonido francamente mejorable que no terminaba de aportarles el punch que necesitan sus composiciones más electrónicas (ese momento en que rompe ‘Stripped’, en que el siniestro riff de sinte empieza a cabalgar la batería y que se reprodujo de forma totalmente insustancial). Con poco fuelle y con un setlist que partía de lugares poco comunes y terminaba por entregarse completamente a los hits (especialmente elegidos, eso sí: en pocos top 10 de la banda no encontrarás siete de las ocho canciones con las que terminaron en un empalme que sobre el papel podría resultar idílico, de una inofensiva ‘In Your Room’ a una pulcrísima ‘Just Can’t Get Enough’ y pasando por su súper hit ‘Everything Counts’, de lo mejor del concierto, la ya comentada ‘Stripped’, la archiconocida ‘Personal Jesus’, la imperecedera ‘Never Let Me Down Again’, probablemente su mejor canción, ‘Walking In My Shoes’ y una espléndida ‘Enjoy The Silence’), Depeche Mode atacaron sobre todo a la nostalgia con un show quizá demasiado impecable y una realización espectacular, pero no supieran llevarlo con la contundencia que se espera de una de las bandas más determinantes de la historia de la música.

Y, ya prevenido de soporífero show que llevan Arctic Monkeys desde el Primavera Sound y que al parecer se repitió en el Mad Cool, al menos me libré de esa y mientras tanto disfruté de dos de los grandes conciertos pequeñitos de este Mad Cool: primero del de Young Fathers, una pasada que trasciende su estilo de estudio y que abraza un batiburrillo de energía que mezcla con fiereza el rockanrol, el r&b, el funk, el post punk y el hip-hop y que trae varias veces a la cabeza a TV On The Radio y al Prince de ‘Raspberry Beret’ (canción que, por cierto, interpretaron Eels) y ‘Let’s Go Crazy’, con temazos como ‘Toy’, ‘Wow’, ‘Shame’, ‘Only God Knows’ o ‘In My View’ para avalar un bolazo.
Después el de James Holden & The Animal Spirits, una inyección intracraneal de revitalizante electrónica naturalista. Arpegios verdaderamente sanadores, pues llegué a su live con algo de dolor de cabeza y bastante cansado y salí prácticamente nuevo; progresiones y loops infinitos que se elevaban suspendiéndose en el aire, como las estelas de color de haditas electrónicas… James Holden consigue, junto a sus Animal Spirits (vientos en directo, percusiones tribales, batería y sintetizadores) echar raíces en el fondo de tus dendritas y empezar a inocular energía en forma de pura vida sin que apenas te percates, y en ningún momento te deja huérfano, siempre te acompaña en su particular viaje, como un gurú del trance. Atravesando los paisajes de ‘Each Moment Like The First’ o de ‘The Neverending’ mientras se cruzan sutiles viejas remezclas de Holden como ‘The Sky Was Pink’, enredándose en el misticismo de ‘The Caterpillar’s Intervention’. Hasta llegar al que quizás fue el mejor concierto pequeño del festival, una joya de sibaritismo electrónico.

Vistazo general del Mad Cool hecho, solo queda concentrar la atención en los que a nuestro parecer fueron los cinco mejores conciertos del festival. Cinco conciertos que demuestran que el Mad Cool 2018 fue un gran festival, una suerte para España y para la capital, una excusa de excelente gusto para que gente de todo el mundo visite Madrid. El festival que esta ciudad tan maravillosa merece. Cinco conciertos para unirlos a todos. Cinco conciertos para defender que el Mad Cool siga creciendo (en años; en peña, por favor, no) y mejorando sus errores. Cinco conciertos para creer que se puede. Cinco conciertos para que el Mad Cool entienda que, si quiere, le puede salir lo del amor a la música. Que es al final lo que une a todos los que deberían pisar un festival: público, artistas, organizadores, camareros…

Dua Lipa

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Una de las cosas que más me gusta de los festivales son esos momentos en los que dos súper fuerzas de la naturaleza colisionan y se enfrentan en una tensión soberbia que pone a prueba todos tus prejuicios y gustos musicales. Justo lo que ocurrió después de vivir el concierto de Nine Inch Nails desde las calderas. Sales de allí con un zumbido clavado en los huesecillos, con la cabeza abotargada y desconcertado. Seco, sudado, cansado. Ojiplático y emocionalmente devastado. Y sin tiempo de recuperarte atrona en el escenario contiguo una batería de recibimiento cortesano, un sinte la acompaña y un eco desvela la voz de la nueva diva del pop, y las coordenadas cambian por completo para desatar, con un sonido perfecto, el letal groove synth de ‘Blow Your Mind (Mwah)’. Sí, literalmente Dua Lipa nos ha volado la cabeza. Tiene la culpa una explosiva mezcla entre la circunstancia de la que veníamos, diametralmente opuesta, el sonido tremendo del concierto y el porte majestuoso de Lipa al frente del escenario, respaldada por una banda de altura con un batería acojonante, un cuerpo de baile a lo Lorde y unos visuales sutiles pero maximalistas que se limitaban a efectos de contraluz frente a gigantescas pantallas de colores de la escala violeta. Pero también el bombardeo de temazos, desde la balada r&b ‘Lost in Your Light’ a la sexualidad lúbrica de ‘Hotter Than Hell’, desde los beats tropicales de ‘IDGAF’ a la perfección pop de ‘Be The One’, desde el fiestón abalado por Martin Garrix ‘Scare To Be Lonely’, con cadencia post dubstep, al éxtasis de ‘New Rules’, que ponía forma definitiva a las ambiciones de la británica y venía a demostrar que es ella la que encarna de alguna manera los mejores estándares actuales del pop mainstream, la que pone las nuevas reglas.

Dua Lipa, además, vino a llevarse de un plumazo la testosterona que evidentemente pululaba en el ambiente de un festival por cuya cabecera solo desfilaban grandes rockeros (en masculino), a poner la pluma y un poco de color. A dar uno de los grandes conciertos del festival. De los mejores y de los más necesarios.

Pearl Jam

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El gran reclamo del Mad Cool. “Venimos desde Turquía solo para ver a Pearl Jam”. “Desde Brasil, tío, desde Brasil”. Desde Ucrania, desde Israel, desde Estonia… y los que quedan. Gente de todo el mundo se citó en la capital para ver a la banda de Eddie Vedder, pero también madrileños de toda la vida, como en un ritual, asistiendo a un concierto que hacía 11 años que no se producía por estos lares. Y no decepcionaron. Y, sobre todo, demostraron que es posible que no sean capaces de hacerlo, al menos en directo. Lejos quedó el circo de Foo Fighters del año pasado. Pearl Jam son colosales y así suenan. Rotundos, altos, potentísimos. Con un Vedder afinado en todas las notas, derrochando voz por los cuatro costados, siempre alto y enérgico; con un guitarrista sencillamente perfecto que igual podía llevarse por las nubes ‘Even Flow’ que desquitarse con el ‘Eruption’ de Van Halen.

A la altura de ‘Better Man’ y reconociéndome a mí mismo que, pese a todo, no termino de conectar con la música de Pearl Jam, decidí migrar al Koko Stage para ver a Post Malone. El trapero británico ha arrasado con Beerbongs & Bentleys y es todo un ídolo de masas, especialmente en su país de origen, y aunque esto se deba a un estilo mucho más pulcro, melódico y concebido como pop de consumo del que domina en general la cultura urbana, tiene galones de sobra para dar un show que no parezca prefabricado. Buenos hits, bien repartidos, además, desde una tempranera ‘Better Now’ que todavía tiene el éxito caliente hasta ese temarraco que es ‘Rockstar’; excelente afinación, poco abuso de pregrabados y auto-tune y un espectáculo sobrio que ponía en alza la figura del artista. Se pasó de pretencioso al hacer un paréntesis que se hizo eterno para sentarse a la guitarra y tocarse un par de temas al rollo balada country, un poco con ese aire de metalero sentimental reconvertido en cantautor que tanto le pega también a James Hetfield, como queriendo demostrar que es algo más que efectos y corrección de voces, algo más que un producto… sin caer en la cuenta de que el simple hecho de tener que demostrarlo le dejó bastante cerca de ser un hipotético Ed Sheeran del trap. Menos mal que se pasa, como todo, y Malone retoma lo que sabe hacer de verdad soltando tremendas bombas, ‘White Iverson’ y ‘Congratulations’. Sorprendentemente notable.

Tame Impala

La magia de Tame Impala está en su simple pero efectista orfebrería. Los de Kevin Parker van dando vueltas al torno acariciando con precisión marcial su pequeña obra de arte, su cápsula cuartodimensional, como un demiurgo, y sin querer han construido la vasija contigo dentro, que tratas de escapar de la tela de araña, del fondo de la olla. Miras al cielo y es del color que ellos pintan, un caleidoscopio de frío y calor, de tundra y de trópico, polar y ecuatorial. Suena de primeras ‘Let It Happen’ y el techo que se ha formado sobre ti es de confeti y purpurina, que dibuja en las caras atónitas y extasiadas de la gente el reflejo de los últimos rayos de sol de la tarde del jueves. Deconstruyen con todo el tiempo del mundo una canción de por sí deconstructiva, se pierden en un remolino de loops, pinchan sus propias pistas y anticipan el subidón sampleando el «here we go» de los Chemical Brothers, y te ponen a navegar en un mar de sintes y guitarras, de oníricos falsetes, mecido por los trémulos visuales que inundan las dos colosales pantallas laterales y la que constituye todo el fondo del escenario, formando un panel de luz corrido que abraza toda su presentación y en el que se proyecta un horizonte psicodélico en el que van apareciendo los fantasmas de los integrantes de la banda, fundidos a color en la masa suprematista. Casi dos horas de Tame Impala es lo que tiene, que la inducción de su fiebre será total. Funk espacial, free jazz, house, techno, bases y pulsos de hip-hop, la catedral gótica del pop flamígero, rock progresivo y psicodelia de trance se condensan en una masa informe a la que dan contundencia hits como ‘Elephant’, ‘The Less I Know The Better’ o ‘Feels Like We Only Go Backwards’, y cuando parece que el espectáculo no puede ser más masivamente inmersivo, esa última frontera de cualquier concierto festivalero, una carpa de láser de colores se despliega desde el centro del escenario hasta lo más alto de la torre de sonido. Sólida, sirve para terminar de envolvernos en el club interestelar de Tame Impala, una orgía de mercúricas notas musicales, policromía rutilante, sitar-techno, pasión flamenca, confeti, desarrollo… Una maravilla visual, sonora y espiritual que sabía deshacerse al calor de ‘Sundown Syndrome’, hacerse contundente con ‘Mind Minschief’, seducir con ‘New Persons Same Old Mistakes’. Toda una lección de pop del nuevo milenio.

Jack White

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Lo mejor del concierto del ínclito hijo del rock no es el hecho mismo de estar sucediendo, algo que es difícil de ver en nuestro país (White no presentó aquí Lazaretto, por ejemplo), ni es la pedazo de la banda que le acompaña, cuatro musicazos que dejan el listón del formato compacto con el que se han embarcado en esta gira bastante alto. No es que trufe todo el repertorio con clasicazos de los White Stripes (empate a 9 en el partido que juegan con su repertorio en solitario) ni que toque ‘Steady As She Goes’ de The Racounters o ‘I Cut Like A Buffalo’ de The Dead Weather, convirtiendo el concierto en una celebración salvaje de su personalidad artística. No es el sonido aplastante ni la calidad de White a todo lo que hace, especialmente follándose a cualquiera de sus tres guitarras. No es el intenso azul eléctrico que lo inunda todo, no es la distorsión amenazadora y no es el libro de la tradición norteamericana perfecta y bizarramente traducido a las necesidades del rock en su encarnación más progresista. Es cómo todo eso alcanza coherencia en un espectáculo medido que además se reinventa cada noche, dejando setlist sustancialmente diferentes.

El del Mad Cool arrancó, justo después de un haz de luz pendiente del techo del escenario que parecía reflejar la estela por la que bajaba White de su nave espacial, con ‘Black Math’, dejando claro que esta especie de Eduardo Manosguitarras es, era y será la encarnación en la eternidad de los White Stripes, y siguió con ‘Over and Over and Over’, la llamada a la oración rockera que es ‘Corporation’ y con ‘Why Walk A Dog?’ y su grasienta guitarra ultraprocesada, pasando lista de su último y personal Boarding House Reach. Y sobre todo de su arsenal de efectos y trucos de magia electrónica. Por eso algunos visuales debían de recordarme a Batman y su cueva de los artilugios, porque Jack White pudiera ser el guitar hero de los cachivaches. El siniestro encargado de traer el rock de los setenta al siglo XXI, el que juega con Jimmy Page haciendo de Superman en la misma Liga.

Tres micrófonos le preceden. Uno de ellos, el de su izquierda, parece estar maldito y sustituye con tranquilidad al theremin de giras anteriores. Lo acciona con un pedal que lo convierte en canto de sirena, que le otorga reverberación electrónica y que le da un afiladísimo falsete metalizado, y resulta en la gran arma oculta del repertorio de White. Y la guitarra podía rugir y convertirse de pronto en un arrastre de videojuego. Mientras los sintes atacaban bases de hip-hop, ponían un funk engrasado cuando se requería y jugaban al cabaret cuando White se embriagaba en sus propias brutalidades. Algunas llevan por nombre ‘Sixteen Saltines’ (de un Blunderbluss que también dejó la pista de la melodía perfecta de ‘Love Interruption’), ‘Lazaretto’ o ‘I’m Slowly Turning Into You’, canciones todas ellas que permiten entender el corpus experimental y bizarro de Jack White; otras se llaman ‘Why Can’t You Be Nicer To Me’, ‘The Hardest Button To Button’ y ‘Ball and Biscuit’, y llevan por apellido la historia de la capacidad de White para fabricar los himnos del rock moderno más auténticos e intemporales. Facetas que entroncan en una personalidad arrolladora y única que también sabe bajar las revoluciones para ofrecer la preciosa ‘Hotel Yorba’, la sensibilidad acústica de una canción de esas que podría ser eterna como ‘We’re Going To Be Friends’ o el coro expansivo y reconfortante de ‘Connected By Love’, un soul que se torna redentor en el discurso del concierto, o ceder el protagonismo a sus músicos y sumarse a ellos como uno más en una jam tremendista y deconstructora como la que acometieron en ‘High Ball Sleeper’.

No, Jack White no necesita de ‘Seven Nation Army’ para llevarse un Mad Cool por delante, y lo demostró de largo. Ni de ‘Icky Thumb’, la única que eché personalmente de menos. Pero es que encima lo tiene, y a todos los que no había conseguido ganarse con su gabinete de curiosidades (si es que los había) se los ganó con ese excepcionalmente sencillo himno de estadios y equipos de fútbol que puso el broche de metacrilato a una noche de otro planeta.

Nine Inch Nails

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He nombrado más veces de las que me hubiera gustado al Primavera Sound durante esta crónica, y es que las comparaciones suelen ser odiosas. Pero me veo obligado a hacerlo de nuevo recordando el concierto de Nine Inch Nails allí en 2014, un precedente de esos que no se olvidan. Los de Trent Reznor tenían la difícil papeleta de hacerle sombra a aquella actuación mágica con el formato más compacto, más portable de esta gira en el Mad Cool y, fuera rodeos, terminaron dando el concierto del festival. Una lección de principio a fin. Sin los efectos visuales de aquel Primavera Sound, de acuerdo, sin el tiempo de entonces y sin el contexto de un Hesitation Marks que les permitía quizás un discurso más elaborado, una narrativa que partía de las experimentaciones electrónicas y que se iba enlodazando hasta sus entrañas más ruidosas y hardcore, pero con la contundencia por libro de estilo. Contundencia con mayúsculas. Avalancha.

Más frágiles, menos armados, más desnudos. Como demostraba el enorme lienzo blanco roído que servía de fondo y sobre el que se proyectaban las sombras de los cinco integrantes cuando los focos blancos les cegaban; como demostraba empezar el concierto tal y como empieza The Fragile, con la tensión industrial y manutente de ‘Somewhat Damaged’, pura ira siempre al límite del desborde, y con el suspiro tembloroso de ‘The Day The World Went Away’. En esa dicotomía, en la que son más fuertes Nine Inch Nails, quisieron basar el concierto, en esa capacidad única que tienen para aplastarte la cabeza y para liberarte luego, dejarte en manos del viento y besarte en lo más íntimo del espíritu y del ánimo, y por supuesto salieron vencedores. Podría ser el último concierto de NIN en Europa ever, como bromeaba (esperemos) Reznor, y si lo fuera (es broma ¿eh?) nos quedaría el recuerdo de una salvajada como estar en el pogo que se formó en ‘Wish’, con la peña colisionando con violencia hasta que se miraban extasiados y se abrazaban gritando “wish there was something real, wish there was something true”. Y otra vez a darse de codazos.

A partir de ahí el concierto fue una demostración de que da igual lo que hagan Nine Inch Nails teniendo un directo tan solvente y, sobre todo, tan potente. Con mayúsculas. Comenzaron a sumergirse en su propia bruma electrónica con las canciones más disonantes de Bad Witch, su último EP, destacando el aullido nocturno de ‘God Break Down The Door’, aderezan las modulaciones de ‘Less Than’ o ‘The Lovers’ y la icónica progresión ‘March Of The Pigs’ / ‘Pigs’ ata las piezas con más pogos y con más alivios. A estas alturas el concierto ya es un todo complejo en el que están despiertas todas las peculiaridades de la máquina de matar de Trent Reznor, inteligente, letal y precisa.

Llega ‘Closer’ y atacan el repertorio sexual, y no hay mejor forma de sucederla, con todos los canales electrónicos liberados a la máxima potencia, que con el recuerdo a Bowie de ‘I’m Afraid Of Americans’, pasándose además sin que te des apenas cuenta por un pasaje casi pop que lo dignifica todo. La temperatura ya está en nivel caldera, y de aquí al final tienes que estar preparado para cualquier cosa. Un no parar siempre ascendente que aplasta con todo lo que pueden NIN. Da igual que sea ‘Survivalism’, pues solo está en el setlist porque los bpm a los que va están preparados para instigar una cacería. La presa eres tú, y te vas a dar cuenta sudando, corriendo. Si no estás rendido todavía, aún te queda recibir ‘The Hand That Feeds’ y ‘Head Like A Hole’, sin tiempo para respirar. La apisonadora ha sido real, te sientes desconcertado y desubicado, llegas incluso a preguntarte si ha ocurrido de verdad. Y sí, notas el escozor de cada herida cuando Reznor entona la disonancia maldita de ‘Hurt’, notas cómo te devuelve a la puta realidad, cómo te va abandonando como si esto fuera solo un concierto, aunque para ti Nine Inch Nails puedan ser parte de una vida. No hay nostalgia con Nine Inch Nails porque la fusilan cada vez que les ves en directo. Te renuevan siempre, te impiden recordar nada que no sea su arrollador presente. Porque para Trent Reznor no hay nada más jodidamente doloroso, real, satisfactorio y estimulante que lo que simplemente es. Y eso fue el concierto de Nine Inch Nails, la insoportable constatación de ser, de estar.

Fotos: Andrés Iglesias, Miriam Augustín

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