Crónica Primavera Sound 2018: Jueves 31 de mayo

cronica primavera sound 2018

Björk y Nick Cave demuestran que se puede proponer alternativas en las cabeceras de los festivales con dos conciertos personalísimos que marcaron una jornada en la que también brillaron Ezra Furman, Nils Frahm o C. Tangana


Con un tiempo espectacular y un buen menú de día en el cuerpo, el plan perfecto para sumergirse definitivamente en el Primavera Sound pasaba por acercarse por el nuevo chiringuito Aperol, al pie de la playa del Besòs, a bailar y tomarse un Aperol Spritz al ritmo de una sesión playera y veraniega de Four Tet.

Ya entonado, crucé el puente sobre el puerto, recordé lo preciosamente peculiar que es el Fòrum, con sus recovecos, sus pistas de skate, sus colinas o su anfiteatro frente al mar, y fui a dejarme seducir por el oscuro y gravísimo engole natural de la neoyorquina de ascendencia camerunesa Vagabon en el Primavera with Apple Music. Uno de esos placeres tranquilísimos de una tarde que ya no iba a echar el freno.

Más bien iba a desbocarse, como después se desbocó Ezra Furman en el Ray-Ban firmando uno de los grandes conciertos del festival. Pura reinvindicación queer, el de Chicago lo dejó todo claro desde el arranque con ‘I Wanna Destroy Myself’, desgañitándose y convocando a una épica ruidista y explosiva, pero sobre todo anunciando la intención misma del concierto, destruir al propio Furman e iniciar la transición del personaje angelical que protagoniza su excepcional último álbum, Transangelic Exodus. Con los labios pintados de rojo carmesí y un exagerado collar de perlas y con ínfulas de señor del punk, lo repasó prácticamente al completo, entre pasajes más electrónicos como ‘Driving Down To L.A.’ y otros más orgánicos y flemáticos, con saxofón y cello eléctrico (‘Love You So Bad’), y pasando por una versión del ‘Hounds Of Love’ de Kate Bush (la queremos ya en el Primavera, por cierto), hasta llegar a la catarsis rock de ‘Suck The Blood From My Wound’, sin camiseta y con un enorme “QUEER POWER” pintado a garabatos en el pecho.

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Poco podían hacer Sparks, más tarde y de nuevo en el Primavera with Apple Music, contra la clase de desparpajo de los Visions de Furman, así que en la parte central de su concierto me acerqué al Seat, en los confines de Mordor, para escuchar un par de canciones de Warpaint, una de ellas la infalible ‘Love Is To Die’. Se han hecho quizá más amables y menos oscuras, pero siguen teniendo un magnetismo especial. Su pequeño paréntesis hizo más digerible la teatralidad de Sparks, una mezcla alternativa entre Queen y Supertramp que puede salir espectacular, como en ‘When Do I Get To Sing “My Way”’, o rozar el esperpento de ‘Suburban Homeboy’.

Las coincidencias del Primavera Sound son a veces traumáticas, aunque también encierran algo mágico. En ese bosquejo a veces inacabable que es el recinto, con sus 14 escenarios, emergen por todos los rincones excepcionales conciertos y aparecen, hasta en los tránsitos, perfectas oportunidades de seguir recolectando música. Es lo que hace que puedas disponer de unos minutos antes de que empiecen The War on Drugs para asistir al concierto de Kelela en el Ray-Ban e irte, tan solo diez minutos después, con la sensación de que los mismos artistas están al tanto de estas situaciones y que con ellas en mente configuran sus espectáculos. La de Washington soltó de primeras ‘LMK’ y ‘Frontline’, sus dos hits más recientes y, aunque nos dejó con ganas de más, también en parte nos dejó saciados. Y listos para enfrentar uno de los conciertos más esperados del Primavera Sound 2018, el de unos The War on Drugs que regresaban al festival tras romper definitivamente sus propios límites en 2014 y con un disco, A Deeper Understanding, que epiloga a la perfección aquel ascenso y que les ha aupado al escenario principal.

“Bienvenidos al mejor festival del mundo”, introdujo Granduciel mientras en el cielo se dibujaba la puesta de sol y en el aire las notas danzarinas que escupían con precisión todos los instrumentos de una banda que demostró en el Primavera ser quizá LA banda por excelencia. Un trabajo colaborativo y audaz que se expone impecable en todas las canciones, ya sea en la progresión celestial de una tempranera ‘Pain’ o en el colofón catártico y fugitivo de ‘Red Eyes’, que está representado en su minimalista escenografía, sobre una enorme alfombra que los sitúa a todos en el mismo espacio y recogidos, como en un abrazo de Bernini, por un arco de pequeñas pirámides de luz. Sus viajes por carretera guiaron el paso del día a la noche, y las estrellas despertaron embelesadas con la belleza de ‘An Ocean In Between The Waves’ o de una preciosa y aletargada ‘Eyes To The Wind’ con la que se despidieron en bajamar, con la tensión por los suelos y el corazón en una nube.

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En ese estado zen me cogió el concierto de Björk, uno de los que más curiosidad me despertaba. ¿Cómo iba a escenificar la islandesa la magnificencia del universo paralelo al que ha dado luz en Utopia? Y la respuesta es lo que esperas de una artista tan metódica, perfeccionista y meticulosa como Björk: justo como te imaginas. Con todo lujo de detalles, cubrió las tablas con estructuras terrestres en varios niveles, hizo crecer sobre ellas un bosque rotatorio y plantas cuyos pistilos eran flautistas y arpistas, todos enmascarados por Jesse Kanda, como la propia Björk, como insectos y míticos seres de un bosque milenario. Y al final lo que construía, aparte de un lugar donde poder levantar su tierra prometida, una en la que la naturaleza y la tecnología conviven en armonía para crear un mundo mejor, era una descomunal oda al coño, a la feminidad como principio y fin de todas las cosas. A la maternidad, al espíritu de la madre tierra, de Gaia, de Gea. En ese espacio, todo el repertorio de Björk acabó rendido a su gravedad.

Los pocos clásicos que tuvieron cabida estaban elegidos porque entroncaban temáticamente con alguna de las dendritas de la utopía: ‘Human Behaviour’ entraba por el lado del impacto humano sobre la naturaleza e ‘Isobel’ podía seguirla al formar parte con ella de una trilogía. Y ‘Wanderlust’ encajaba gracias a su espectacular videoclip, esa fábula mitológica de imaginería mongola en la que Björk se sacrifica con la ayuda de un dios del agua para derrotar a una especie de demonio y que se proyectó a toda pantalla (en pocos ratos proyectaron las pantallas a Björk y su espectáculo, que sí se estaba proyectando curiosamente en las pantallas del escenario principal, en ese momento vacío). Pero las tres se habían rescrito para la ocasión, abrigadas ahora solo por sutilísimos arreglos de flautas y minimalistas y arrítmicas programaciones electrónicas, con las texturas tratadas al milímetro y pudiéndose escuchar a la perfección, entre el silencio general que sembró la islandesa en la explanada, cada crepitar y cada insecto, cada shock, cada pulso de energía. Todo fue Utopia y sus canciones, un vergel extraño que hacía del concierto un todo complejo y que, pese a todo, tras ‘Arysen My Senses’, ‘The Gate’ y ‘Blissing Me’, no fue lo que necesitas o deseas exactamente para un festival, separándose del concepto de concierto y acercándose más al de ambiciosa performance colosal. A lo mejor esta utopía no necesitaba tanta recreación, así que decidí renunciar al final y ver la que estaba liando C. Tangana.

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Y olé por él. Poco más de quince minutos me bastaron para afirmar que dio uno de los conciertos más divertidos del festival, que tenía tumbado el Ray-Ban y al público rendido a sus pies mientras daba la chapa del ídolo y que después todo fue un no parar de hits que incluyeron ‘Inditex’; todos los ases de su excelente última mixtape, Avida Dollars; ‘Mala Mujer’ y una ‘Traicionero’ cuyas pegadizas líneas “mami, haz el trabajo en el poste bajo / yo la meto a lo Lebron (pa’bajo)” coreaban las primeras filas como si fuera un clásico. Que las motos de cross y las llamaradas de ‘Still Rapping’ y la tormenta de ‘Baile de la Lluvia’ llenaron el anfiteatro con el ruido del que se sabe estrella, lo es y demuestra. Que un hombre y una mujer le flanqueaban a las barras de pole dance como en su concierto en Madrid, que resumió según me contaron antes de que yo llegara la muerte del ídolo y que unas mujeres encapuchadas salieron al escenario con el pecho al descubierto y escrito en el vientre “muerte al patriarcado”. Que el C. Tangana de ‘Llorando en la Limo’ lo ha conseguido por fin, tenernos a todos bailando a su ritmo, y al de Fabianni y Alizzz, que como siempre le respaldan con seguridad a los platos. Un par de ingleses bailaban a mi lado flipando en colores con el espectáculo. Supongo que fueron el ejemplo palpable de los muchos ajenos que aquella noche de luna llena dejaron que el flow de Tangana lloviera sobre sus orejas.

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Transición al modo nocturno completada, el siguiente paso lo daba en pos de Fever Ray, que llevó su histérico show al Primavera with Apple Music a medianoche y mientras Nick Cave exorcizaba al público del escenario Mango con un idílico repaso a su carrera. La mitad de The Knife se acompañó de su equipo de superheroínas cibernéticas e hiperbólicas para dar un show reivindicativo y feminista que reclamaba la creación de iconos puramente femeninos pero alejados de la feminidad y construidos con una deformación esperpéntica de los tópicos de superioridad masculina, alentado por la delirante electrónica sintética que ha marcado su regreso ocho años después del primer disco de este proyecto descomunal. La única pega, si es pega realmente, es que precisamente los temas de ese debut se desdibujaron para adaptarse a la vertiente más bailable de Plunge, con una ‘When I Grow Up’ que tenía ahora mucho más que ver con la fiesta paranoide de ‘Wanna Sip’ o con la versión psicopatizada de ‘Triangle Walks’. El conjuro de misterio que podían invocar aquellas canciones más oscuras, tribales y cavernosas, sin embargo, no se perdía en la plasticidad del pop que al final enmarcaba más el concierto, sino que llegaba de lugares dispares, desde las densidades suplicantes de ‘Mustn’t Hurry’, heredada del ‘Agent Orange’ de Depeche Mode, o desde el respeto al lamento difónico de ‘If I Had A Heart’.

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Una manera ideal de inducirse los lodazales diabólicos en los que navegaba Nick Cave. “I’m transforming, I’m vibrating… Look at me now!”, gritaba el espectro de punta en blanco y etiqueta negra mientras llegaba a la explanada del Fòrum, hipnotizada por la prestidigitación del australiano y sus insidiosas semillas y el balanceo de la épica narrativa de ‘Jubile Street’. Hizo después un viejo clásico de su faceta más rockera, ‘Deanna’, y es que la noche fue más bien para clásicos que impulsaran una comunión propia de un festival como el Primavera Sound que para la ominosa gravedad de Skeleton Tree, que se limitó a abrir la velada mediante ‘Jesus Alone’. Con ‘Stagger Lee’ abandonó definitivamente el escenario y se cirnió sobre el público, sus víctimas, a través de unas plataformas que le sumergían entre la multitud, mientras invitaba a hasta a unas 40-50 personas a subirse a la escena. Nick Cave se alimenta de la energía de los asistentes, bebe su sangre nota a nota y pretende conectar con ellos y trascender hasta lo puramente espiritual. No se asiste a un concierto de Cave, se comulga, se vive. Se muere, mejor. Un concierto de Cave se muere. Otra generación que ha visto al señor de la noche extender su maldición por la explanada principal del festival de Barcelona, varias que lo han revivido con nitidez mejorada. Porque Cave, según se acerca al reino al que pertenece, crece y crece. Mejora. Terminó con ‘Push The Sky Away’, mandando callar a la gente, a su propia banda, obligando a unos a gritar y a los otros a rugir las letanías de la noche, condenando, suplicando, inspirando. Dirigiéndose directamente al corazón de algunos de los afortunados a los que había conducido al escenario, incluido Alfred, el de OT, que no quiso dejar pasar la oportunidad de ver de cerca a uno de sus reconocidos artistas favoritos aprovechando el paso de Amaia por el Primavera Sound. Anudando gargantas, adueñándose de la noche.

Vince Staples, después, tumbaba con su hip hop techno el escenario Ray-Ban a base de su sola presencia, una sombra imponente sobre una deslumbrante estructura de pantallas de televisión distorsionadas. Algún parón del sonido en ‘Ascension’, el tema que firmó para el último disco de Gorillaz, no pudo parar un torbellino sin igual que resultó imparable en ‘Party People’ o en ‘Norf Norf’ y que se despidió con ‘Yeah Right’, dejando a su paso solo caos y destrucción.

Un caos que se encargó de ordenar, calmar y sanar el arquitecto del sonido que es Nils Frahm. Siéntate, relájate. Y nota las vibraciones. Cómo Frahm se encarama él solo ante el peligro y a sus dos estaciones de teclados para sumergir al público, exctático, en un trance de organicismo electrónico. Cómo eleva los sentidos entretejiendo sintetizadores, suspiros y brumas electrónicas, órganos y caricias pulsadas. Cómo los sustenta con loops apenas perceptibles que encuentran coherencia en un estado interdimensional. Y cómo los abandona a su suerte suspendidos en el aire, en la nada o en la mismísima infinidad del cosmos, tiritando junto a una melodía de piano de cola que pende solo del fino hilo del universo replegado. La luna llena atendió solemne a su concierto y terminó acongojada, emocionada, herida. Dándonos cobijo en un mundo que, en ese momento, parecía demasiado grande. Yo solo quería quedarme a vivir en la telaraña de Nils Frahm.

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Pero ahí estaba Four Tet, que respetó el sepulcral ritual electrónico de Frahm con una contundentísima sesión de baile que se oponía radicalmente a la que había abierto para nosotros la jornada en el chiringuito y a la propia oniria del alemán pero que renunciaba a las luces y a cualquier elemento visual para ofrecer pureza dance desnuda.

Sumeergidos en la dinámica de baile, cruzamos el puente para rematar con Carpenter Brut y su retrowave brutalista, muy cercano en este caso al heavy de los 80, al primer Bon Jovi o a los Judas Priest de Turbo Lover. Sonaron ‘Roller Mobster’, ‘Turbo Killer’ o ‘Le Perv’ entre otros trallazos, una versión con sobredosis de Red-Bull del ‘Maniac’ de Flashdance y no faltaron los momentos karaoke (‘Beware The Beast’), pero lo que más claro quedó de todo es que los de Frank Hueso tienen enjundia y show de sobra, con esos divertidísimos y loquísimos visuales sacados del terror de los 80, la serie B, el gore o la velocidad, para llevarse por delante un escenario mucho más grande y no tan pensado para la electrónica como el Bacardí Live.

La guinda la puso, hasta que salió el sol, el technazo depurado de DJ Koze.

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