Crónica Primavera Sound 2018: Sábado 2 de junio

cronica primavera sound 2018

Los Arctic Monkeys se pierden en su cápsula a la deriva del espacio en una noche embrujada por Beach House y coronada por Lorde


Si las dos jornadas anteriores de este Primavera Sound terminaban en general consagrando a longevos mitos indiscutibles y a artistas experimentados y en plenitud de nuestra generación, la del sábado daba mayor sensación de rejuvenecimiento con propuestas que ligaban más caminos destinados a un público de menos de treinta años. Y la jugada no solo tenía sentido: salió redonda viendo el amenazante sold out con que se presentaba la jornada y asistiendo luego al Fòrum mismo en lo que terminaban los Arctic Monkeys y empezaba Jon Hopkins al otro lado del puerto. Debía de haber tanta gente o más que cuando Radiohead desbordaron el recinto en 2016, y por primera vez se notó algo de agobio (real) en un Primavera. De hecho no llegamos a acceder al concierto de Jon Hopkins, ya que se había montado una cola impresionante para controlar el aforo del paso del puente hacia el Primavera Bits. Pero vamos a empezar por el principio.

Por Montero, que abrió para mí el desenlace del festival. Desde el Apple Music, iluminó la tarde con su psicodelia multicolor y con su vibrante y acalorada visión del pop clásico, un viaje que despega con ‘Montero Airlines’ y que llega al hippismo coral y ascendente de ‘Vibrations’, uno de los estribillos que más resonaron durante esta edición. Normal que abriera la pasada gira otoñal europea de Mac Demarco. Le referencia de una forma personalísima, con bisoñez, cierta ternura incluso, y lejos de cualquier maldad, tomando además riesgos como ‘Quantify’, montada en los caballos trotones del post punk.

Después se subían al Heineken Hidden Stage las insultantemente jóvenes Let’s Eat Grandma, que no quisieron faltar a su costumbre de romper los tiempos confirmándose en el festival de Barcelona como una de las promesas más sólidas de este 2018 tras sorprender en su primer paso en la edición de 2015, en la Sala Apolo presentando su debut. Dejaron para la segunda mitad, por suerte para mí, la parte de espectáculo correspondiente I, Gemini, con los juegos de palmas y el numerito de arrastrarse por el suelo, y reservaron en general su concierto para desenvolver algunos temas de su inminente sofomoro y varias de las habilidades que han adquirido para dar consistencia a su directo. El saxo de Jenny Hollingworth, que eleva a alturas interestelares ‘Falling Into Me’; la flauta de Rosa Walton en ‘I Will Be Waiting’… la explosión de synth pop que han alcanzado con ‘It’s Not Just Me’.

Decía que por suerte porque pude asistir a la presentación de estos nuevos temas y abandonar hacia la mitad para catar el sonido de Car Seat Headrest, que atacaban la apertura del escenario principal. Los salvadores del indie rock, o la piedra que ha de seguir a los Strokes en esa línea espaciotemporal, dieron la talla y demostraron que se merecen pasar por aquí en un contexto más de cara a cara, sin los estreses festivaleros que me hicieron retirarme a la primera de cambio para disfrutar del concierto de Rex Orange County en el escenario Pitchfork.

El joven británico, otra de las promesas confirmadas en este Primavera, empezó fuerte, dando rienda suelta a la faceta más rockera de Appricot Princess con el trayazo ‘Television / So Far’, y a partir de ahí fue embriagándonos con su voz sedosa, como nasal, tierna pero madura. Endulzándonos la tarde con ‘Sunflower’ o con ‘Happiness’, a la guitarra o al piano y siempre bien respaldado por un bajo y una batería bastante resultones, propiciando el karaoke colectivo de ‘Loving Is Easy’, sin duda una de las mejores canciones del año. Solo se pasó de azucarado cuando sacó a su novia a cantar ‘Sycamore Girl’, pero tampoco vamos a culparle de estar enamorado y de querer contagiárnoslo a los demás.

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En este sendero de guitarras planteado por el Primavera para calentar la venida de los que se suponen (mal supuesto) los últimos reyes de estas, la siguiente parada quedaba cerca, en el contiguo Adidas Originals con los australianos Rolling Blackouts Coastal Fever. Una verdadera fiebre de mástiles, con tres guitarras hiperactivas cruzando brillantísimas melodías al abrigo de una reverb soleada y soñadora sobre motórikos ritmos marciales y bajos contundentes y espídicos. El trayecto hasta ‘French Press’, otro de los demostrados temazos de 2018, con ‘Fountain Of The Good Fortune’, ‘Mainland’ o ‘Wide Eyes’, no pudo ser más representativo de que la salvación de las guitarras, de estar en algún lado, está en Australia. Y de que estos chicos son uno de los responsables más frescos.

Después, tras asomarme un poco al sonidazo que empezaba a desplegar en el Ray-Ban Tom Misch, me preparé para la larga estancia de Mordor que me esperaba a partir de entonces y enfrenté el esperado concierto de una Lykke Li que se prodiga más bien poco (o nada) por estos lares. Y me terminó resultando ciertamente decepcionante. Aunque tampoco sepa muy bien por qué… el ritmo bajo, quizá, o la aparente desconexión entre los beats más urbanos, secantes y afilados del reciente So Sad, So Sexy cuya presentación servía de marco al concierto y los profundamente oscuros de I Never Learn, el otro disco que ha marcado la carrera de la cantante sueca, una suerte de diva alternativa que sabe reinventarse y mantenerse siempre en las fronteras del pop comercial, y que dio enjundia al concierto que no, obviamente no solo es ‘I Follow Rivers’, que de tan trillada perdió impacto y sorpresa pese a ser la primera vez que yo, por ejemplo, la escuchaba en directo. No faltaron ‘I Never Learn’, la enorme ‘No Rest For The Wicked’ o la que mejor sonó de todas, ‘Gunshot’, y tampoco los singles de rigor de su nuevo trabajo. Pero los que más interiorizados tenemos, ‘Hard Rain’ y ‘Deep End’, sonaron demasiado pronto, los pregrabados de Aminé en ‘Two Nights’ podían haberse evitado y aunque la titular ‘So Sad, So Sexy’ hizo lo que pudo por remontar el vuelo, algo dejaba a regusto a marca blanca. A impecable pero frío, y con un volumen bastante moderadito además.

Menos mal que otra de las reinas del pop iba, después y en el escenario de enfrente, a reclamar su particular trono con una actuación arrolladora que solo se permitió bajar el ritmo para emocionarnos con la desnudez de ‘Liability’. Lorde se mostraba íntima con el público sentada entonces al borde del escenario, pero era solo un delicioso paréntesis en una fiesta organizada por una de las mejores anfitrionas del panorama actual. “Durante la próxima hora esta es mi casa y en mi casa es obligatorio bailar”, avisó después de empezar por todo lo alto sobre el ‘Running Up That Hill’ de Kate Bush (la queremos ya en el Primavera… lo dije antes, ¿verdad?) y con su ampulosa ‘Sober’. Y la neozelandesa no dio tregua. ‘Hard Feelings’, ‘Homemade Dynamite’, ‘Magnets’ (el tema que hizo con Disclosure), ‘Tennis Court’ se sucedían con agilidad mientras un grupo de bailarines dibujaba dramáticas coreografías y los visuales se concentraban en insistir en los distintos colores, pocos pero intensísimos, que dibujan el melodrama. ‘Sober II’ pone la necesaria nota discordante, las copas estalladas en el suelo; ‘Supercut’ lanza por los aires las ganas de bailar. ‘Royals’ invita al karaoke y ‘Perfect Pleces’ al abrazo comunional, y despierta la conciencia de estar asistiendo a una celebración de nuestra propia edad, de nuestra propia de generación. Parece mentira, pero por encima de todo Lorde es relevante, es ejemplo y es modelo. Y es arrebatadoramente inspiradora. Se funde con su público, que no son más que los suyos (“si algún día queréis salir de fiesta y no tenéis con quién hacerlo, llamadme”) en ‘Team’, y los lleva a la catarsis de ‘Green Light’, que recuerdo como un salto continuo e inacabable bajo una lluvia de confeti. Simple pero efectivo. Y por encima de todo, real.

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Como real era el overbooking que se intuía a la espera de que salieran, por fin en un Primavera Sound en la que era su primera actuación en el festival, los esperadísimos Arctic Monkeys. Con flamante nuevo disco, además, que siempre motiva un poco aunque el esfuerzo no sea exactamente lo que uno espera de una banda de semejante magnitud. Pantallas en blanco y negro, pintas súper retro (entre narco de Miami años setenta, escritor millonario beodo y torturado y espía de vacaciones) y tonalidades siempre apagadas y en gama de marrones y cremas, la intención parecía clara desde el principio, más cuando sonaron las alarmas de submarino en alerta nuclear que avisan de que empiezan con ‘Four Stars Out Of Five’, gloriosa en directo. “Esto puede ir bien”, me digo. “A ver si al menos la escenificación del concepto le da a Turner la razón, a ver si al estar a las puertas del Tranquility Base Hotel & Casino me rindo a los encantos que algunos dicen que tiene”. Y no me dan tiempo para pensar porque me disparan en la cara, a bocajarro, la bala de ‘Brianstorm’, y a esas horas es imposible no rendirse a la nostalgia y al engorilamiento y acabar cantando por lo-lo-loes y dando botes espalda contra espalda. Más leña al fuego, los monos árticos siguen soltando su hit de cabecera, ‘I Bet You Look Good On The DanceFloor’ y, antes de que acabe, me empiezo a temer lo peor. Una descarga de estas dimensiones nada más empezar solo podía significar una cosa: que Alex quedaba liberado para manejar a su antojo, y a su nuevo ritmo, los hilos invisibles del concierto. Y así fue en la hora sucesiva, una cápsula espaciotemporal enlatada en las paranoias autocomplacientes de Turner, sin presurizar y ajena a la fuerza de la gravedad. Parece mentira que haya hasta nueve músicos sobre el escenario para hacer las mismas canciones que antes hacían con solo cuatro o cinco, bajadas de ritmo además, adormiladas por la tensión general de su última referencia y bien ocultas por los hits de AM, de los que siguen tirando sin discusión. Su pulsos nocturnos, suavizados y adaptados a su nuevo ambiente lounge, son los que marcan el desarrollo del concierto, mediante ‘Arabella’, ‘Why’d You Only Call Me When You’re High’ o ‘One For The Road’, que hacen digeribles los tragos eternos que parecen las canciones de Tranquility Base Hotel & Casino. Pocas, en cualquier caso, y es que no parecen estar muy orgullosos de ellas. Si acaso ‘She Looks Like Fun’ fue entretenida, pero lo de ‘One Point Perspective’ llegó a lo infumable, como lo de ‘Batphone’, y Alex decidió cargarse con efectismos vocales y sin esos falsetes tan característicos la que es su mejor canción, la homónima ‘Tranquility Base Hotel & Casino’. Entre todo ello dejaron pequeñas muestras del sonido anterior, y en general escogidas por su vertiente baladística para darle a todo el repertorio cohesión en su letargo. ‘Do Me A Favour’, ‘Don’t Sit Down Cause I’ve Move Your Chair’, ‘Cornestone’… pero no es cuestión de canciones, que tienen para parar un tren, más cuando han recuperado para esta gira algunas joyas sibaritas y poco habituales en sus directos (‘Knee Socks’, ‘505’ o ‘Pretty Visitors’), precisamente por su efectismo como medios tiempos (en el caso de las primeras) o por su oscuro croonerismo, sino de actitud. Casi me pareció experimentar un deja-vú con el concierto de The Strokes en el mismo escenario en 2015. Entonces tampoco fueron las canciones, en ambos casos himnos para una generación a la que además pertenezco. Es más una cuestión de pretensión, de vender lo que no eres, una idea tan solo sostenida por el poder de los recuerdos, por la asociación emocional. Es más salir con retraso y pirarte del escenario quince minutos antes de lo previsto, como hicieron los Strokes, sin tenerlos tan bien puestos como para reconocer que no te dan las ganas para tocar una hora y media. Es más ir tan al ralentí que para cuando tienes que enfrentar ‘Crying Lightning’ te han fallado las fuerzas, que tiemblas cuando ‘Do I Wanna Know’ te pasa por delante, que ni con ‘A View From The Afternoon’ consiguen reimprimirle la garra. Que cuando lo hacen, en ‘R U Mine?’, ya les pilla atropellados y es demasiado tarde. Que no es esta la edad de los que venden reinvenciones, sino de los que las sufren, las experimentan, la afrontan, las superan. La modestia, ahora, les hubiera sentado mejor. Renunciar a los baños de masas y presentar este material sin la vitola de los monos, como una versión lenta del repertorio como compositor de Alex Turner, pensada para su lucimiento y para un disfrute mucho más íntimo. La ambición les ha podido, y hay pocas cosas que decepcionen más que ver a una gran banda fingir una reinvención como una enorme pantomima de sí misma para alejarse del marrón de tener que reinventarse de verdad.

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Imposible acceder a Jon Hopkins, el plan pasaba entonces por A$AP Rocky, omnipresente todo el fin de semana (apareció con Tyler y, más tarde, con Skepta, que llegó a la noche del sábado para compensar la pérdida de Migos en el que era su segundo año consecutivo en el festival) pero por fin preparado para presentar en condiciones su recientemente estrenado Testing. Sirvió para abrir el concierto y poco más, mediante el salvajismo apocalíptico de ‘Distorted Records’ y el cutre sample del ‘Porcelain’ de Moby que sirve de base para ‘A$AP Forever’. Para calentar las calderas que había preparado el ex A$AP Mob (sonaron varias del ya mítico colectivo de Harlem, como ‘Telephone Calls’), que no tardarían en empezar a escupir fuego y humo para ponerle el efectismo que les falta a los temas del rapero en directo. Con una enorme cabeza de crash test dummy como peculiar atrezzo y enfundado en un mono que parecía hecho a prueba de llamas, la idea parecía clara. Prenderle fuego a la noche de clausura del Primavera Sound, no sin antes pararse a recomendar fumar algo de hierba escuchando ‘Kids Turned Out Fine’ o ‘Praise The Lord’ y volver a hacer sonar en aquel extremo de la explanada del Primavera la icónica ‘Fucking Problems’, que ya sonó por primera vez en el concierto de Kendrick Lamar en 2014 en la que fue su primera y de momento única visita al festival. Si lo consiguió deberíamos preguntárselo a los de las primeras filas, pero ya os digo que empezaron a hacer crowdsurfing a lo loco mientras Flacko soltaba los drops electrohistéricos de ‘Wild For The Night’ y que entre el confeti, el fuego, los cañones de humo, las explosiones, las llamaradas y los fuegos artificiales el escenario parecía poco menos que el objetivo de un bombardeo.

Al otro lado del muro, la forma de encarar la noche tenía otras coordenadas. Las de Beach House, portadores de un conjuro de esos de fórmula única y personalísima. Victoria Legrand y Alex Scally (y James Barone, que les acompaña a la batería en directo y que les ha dado una nueva dimensión de intensidad en la concepción de su impresionante séptimo disco) son más un género en sí mismos y lo demostraron desgranando poco a poco su hechizo, bajo una luna que siempre les fue esquiva y creciendo según su propio sonido se hacía más grande. A ‘Space Song’ le faltó fuerza, quizá porque el sonido todavía no se había desenmarañado y Beach House necesitan expandirse como el vapor, como la bruma. A partir de ‘Lemon Glow’ el ritmo se encolerizó, dibujando con contundencia una progresión ascendente que renunció a clásicos (salvo omnipresentes como ‘Master Of None’) y bramó, entre caricias etéreas y estallidos imposibles, con una oscuridad estática pero a la vez vibrante, con los temas de su segunda etapa, la que empezaron con Bloom y han coronado magistralmente con 7. Un disco que quizá les ha elevado a ellos mismos a un nuevo nivel, a una dimensión desconocida de un universo que ya parecían tener explorado en su totalidad, a esa en la que se dibujan en el cielo los fuegos artificiales invisibles con los que cierra ‘Dive’.

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Ojiplático, con las pupilas deslumbradas por la hipnosis de Beach House, caminé a comulgar en la última misa del Primavera Sound. Quedaban cartuchos de fiesta en Lindstrom después, y la catarsis pop que siempre es la tradicional sesión epilogal de DJ Coco, que te pilla recibiendo con una sonrisa de oreja a oreja y reventado el amanecer, pero el cierre, cierre, el de verdad, lo suele poner siempre el último concierto del Ray-Ban. Al que iba yo de peregrino, en la nube de Beach House. En el que me encontré con el chorro de luz que necesitaban mis ojos para acabar infestados, inundados del resplandor de The Blaze. El dúo francés se las sabe todas, las de Orbital, las de Daft Punk, las de Justice. Las del anonimato, las del enfrentamiento entre lo humano y lo tecnológico, las de las naves espaciales, las de las venidas proféticas y la simetría del espectáculo. Pero hay en ellos una esencia que les da valor propio y los sitúa casi a la altura, al mismo nivel de impacto, al menos, encontrando una especie de humanismo electrónico, una escenificación de los valores tradicionales y absolutamente radicales de la humanidad misma, en contacto primigenio y primitivo con la naturaleza. Poniendo en alza la pureza del hombre, más allá de razas, prejuicios, preceptos, géneros, orientaciones de cualquier tipo. Para todos brilla el mismo sol, a todos nos llueve igual, todos vemos el mismo amanecer. El de The Blaze, uno representado por un enorme y fulgente foco a ras de suelo que deslumbraba todo a su paso y dejaba ver solo la silueta en sombra de los dos primos, Guillaume y Jonathan, enfrentados en el centro del escenario a una máquina con sus sintes, mesas, teclados, ordenadores, pads, efectos y micrófonos… y es que además cantan ellos en directo en todos los temas, ‘Heaven’, ‘Juvenile’, ‘Virile’, ‘Territory’, integrados por cierto todos ellos en una espectacular sesión de post club que puede ser la mejor montada del género en la actualidad.
El último amanecer del Primavera Sound.

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Faltaba solo la jornada del domingo, esa que en la que últimamente al cielo siempre le da por llover para acompañar un poco el ambiente de depresión post fiesta que se vive mientras, entre el patio del CCCB y la sala Teatre, Rhye nos embelesa, Jay Som nos repara y Fermín Muguruza nos recuerda al abrigo de los beats salvajistas y punkotrónicos de The Suicide Of Western Culture que se puede y se debe seguir siendo relevante poniendo el mensaje y su deber y responsabilidad sociales por delante de todo lo demás.

Más tarde, en Apolo, la noche hace pardos los gatos que al día se llaman nostalgia y nos deja otra buena fiesta, a la que no pudo sumarse del todo Ariel Pink por reiterados problemas de sonido y bastantes indicios de borrachera. Llevaba una camiseta del Call Of Duty, la misma que llevaba en su concierto del sábado en el recinto del Fòrum. Una prueba más, preciosamente simbólica, de la guerra que acaba siendo siempre el Primavera Sound. Una guerra de las buenas. Aquí luchamos por nuestro derecho a pegarnos una fiesta. Aquí nos pegamos una fiesta por nuestro derecho a luchar. Y es que la música es el camino, la verdad y la vida.

Fotografías de Eric Pamies (Lorde), Paco Amate (Rex Orange County, The Blaze), Garbiñe Irizar (Beach House) y Sergi Albert (Arctic Monkeys)

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